
Solo son unos minutos los que permanecemos sentadas, una banca de madera bajo una frondosa y enorme ponciana nos permite descansar del sol penetrante, ese sol que nos motivó a salir a recorrer el pueblo y que por algunos instantes es ocultado por unas juguetonas nubes, animadas seguramente por las frescas corrientes de aire de principios de mayo.
Observo a personas de todas las edades transitar por la Plaza de Armas, la cual no ha escapado del paradigma traído hace más de 475 años, un templo católico de tamaño medio y construcción ‘moderna’ se alza ante nuestra vista, al lado de la Municipalidad Distrital, la comisaría local y muchos establecimientos comerciales. La pileta central no está funcionando, hay muchos niños jugando allí cerca, mientras que yo contemplo el azul cielo que cubre los cerros que bordean el lado Este de la ciudad, ahora llenos de precarias casitas.
Decidimos caminar por las estrechas calles chepenanas; aún se conserva la costumbre de tener abierta la puerta de las casas, y sacar las sillas afuera a fin de tener un lugar fresco donde descansar y de paso mantener ventiladas las habitaciones; observo a varios niños y niñas jugando en la vereda de una casa azul acero de una sola planta, y me sorprendo con la noticia de que esa fue una de las casas en las que viviste hace más de 40 años, nos detenemos por algunos segundos, tu seguramente recordando aquellos tiempos, yo guardando muy dentro de mi corazón esa imagen en forma de casita, impregnada con parte de la historia de la persona que más amo en el mundo.
La calle San Pedro nos ha conducido hasta la Plaza 2 de Mayo, no está tan bien cuidada y verde como la Plaza de Armas, pero un macizo roble nos ofrece la sombra que necesitamos, mientras descansamos de la caminata en una fría banca de mármol. Las casas que nos rodean mantienen el mismo estilo en todo Chepen, una pequeña ventana junto a la puerta principal, abierta de par en par mostrándonos lo inmensas que pueden llegar a ser las viviendas en su largo y su capacidad para ser habitadas por varias generaciones a la vez.
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Desde la esquina donde estamos sentadas, podemos observar la antiquísima casa verde de la esquina, - allí estaba el colegio a donde iba, la “escuelita nueva”- me dice ella con nostalgia, pero parece que nadie más la recuerda, pues desde hace muchos años, por lo endeble de su estructura de adobe de dos pisos, está completamente abandonada. Decidimos seguir caminando, dos cuadras más allá, cerca de una acequia, aparece una casa de dos pisos con una tienda en la esquina, la casa original donde viviste ha sido demolida, de alguna manera ambas nos sentimos conmovidas.
No logramos visitar Puente Mayta, anhelaba caminar por las inmensas chacras, ver las casas de adobe con sus grandes corrales, respirar esa libertad que solo es posible fuera de la ciudad, pero me alegro la vida con admirar la puesta de sol con sus bellísimas tonalidades naranja, desde la gran ventana del lugar donde nos hospedamos y deleitarme con los campos verdes de los alrededores, es increíble la belleza que encierra mi pequeño norte, y ya voy sintiendo la pena de la inevitable separación.
Mi pequeño Norte está compuesto por una familia numerosa, risueña y muy hospitalaria, casas larguísimas, calles estrechas bajo un cielo azul infinito que se levanta sobre campos de arroz, café y caña de azúcar, tan verdes y extensos, surcados por vientos fuertes y frescos, que aún los recuerdo vívidamente, pues indudablemente los tengo grabados en el alma.